A las seis de la mañana, cuando la neblina todavía se aferra en los cerros y el aire huele a cilantro recién picado, doña Blanca Agudelo levanta la cortina metálica de su puesto en la plaza de mercado Las Cruces. Lo hace con el mismo gesto que repite desde hace más de sesenta años, cuando era apenas una niña y su madre, doña Vitalia Díaz, la llevaba de la mano entre bultos de papa y canastos de tomate. “Aquí me crie —dice con una sonrisa tímida— entre líchigos, guacales y verduras”.

En este edificio centenario, que parece resistirse a la prisa moderna, doña Blanca aprendió a medir el tiempo no por el reloj sino por las cosechas: la época del maíz, la del tomate, la del frío que cuartea los dedos. Sus hermanos crecieron con ella entre los pasillos húmedos y las voces de los tenderos que

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