Cada vez que el niño se ahogaba tratando de respirar en medio de un ataque de asma, ella, su mamá, le rogaba a José Gregorio que lo curara, que le soplara aire limpio para que sus pulmones sanaran.
Las vueltas de la vida o una de las crisis de la vida la hizo dejar su casa, su barrio, su ciudad, su país; lo dejó todo, o mejor dicho, casi todo. En la maleta, en su cartera y en su monedero hay una estampita de su santo, de José Gregorio, del que, según ella, curó a su hijo.
Andrés es su nombre, tiene 25 años y trabaja, como muchos migrantes, en lo que salga. Con Claudia, su mamá, viajó después del “hambre que pasamos en 2016”. Dejó a sus compañeros del liceo en el último año, a su novia, a sus compañeros del karate, lo dejó todo o casi todo, como su mamá. Pero además de su escapulario de J