Hay ciudades que son novelas. Brujas es una de ellas. A esta altura de mi vida, sé que no pisaré jamás sus calles, pero puedo imaginar historias sobre una ciudad con ese nombre: una amiga estuvo allí, llegó a la medianoche, como dice el poema de Housman, “temerosa y forastera” y un taxista que no entendía el español la puso a salvo en una pensión familiar.
Recuerdo que leí, siendo adolescente, una novela de la que no guardo el título, que sucedía en una Brujas de no sé qué siglo, donde discurría una historia que se me ha olvidado.
¿Cómo llegué a ella? Por el sótano del colegio de monjas donde me crié. No, no es el caso del Ropero, el León y la Bruja, sino de un libro encontrado mientras poníamos a salvo mapas, archivos y bibliotecas después de una lluvia torrencial que dejó un tendal de