Otra vez. Otra niña. Otra historia que empieza con un grito ahogado y termina con una lápida.
Esta vez fue en Yurimaguas, donde el verdor del bosque contrasta con la podredumbre moral. Ella tenía 17 años, pero hacía tiempo que le habían robado la infancia, la voz y hasta el derecho de ser llamada “menor”. No murió el fin de semana. La mataron hace años, a pedazos, cada vez que su padrastro, ese hombre que debía protegerla, cruzó la puerta de su cuarto con la impunidad de quien se sabe dueño. La última vez solo completó la obra: una ejecución final, brutal, absurda.
El monstruo tenía nombre, DNI y libre tránsito. No era un desconocido. No salió de la oscuridad de un callejón sino del mismo techo, del saludo cotidiano, era con quien ella compartía la mesa y los más oscuros secretos.
La ma

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