ivimos en la era de la disrupción. Todo el mundo quiere “romper paradigmas”, “redefinir la industria” y “pensar fuera de la caja”. Nadie quiere admitir que, a veces, lo que toca es lavar los platos, responder correos o hacer el trabajo aburrido que sostiene la brillantez ajena.
La palabra disruptivo se volvió la forma elegante de decir “quiero destacar sin hacer fila”. Es el equivalente corporativo de “yo no soy como los demás”, pero con un PowerPoint de fondo. En reuniones, se lanza como una granada conceptual: “¿y si lo hacemos más disruptivo?”. Y todos asienten, aunque nadie sepa exactamente qué significa.
El problema es que la disrupción real no se ve cool. No tiene filtros de neón ni hashtags motivacionales. Se siente como fracaso, como ensayo tras ensayo, como quedarse tarde mien