Un desarrollo que ignora la paz se convierte en máquina de extracción de valor, uno que la integra, en tejido de dignidad, porque al fin y al cabo, ¿de qué sirve tener fábricas, autopistas y servicios si la gente vive con miedo? ¿De qué sirve que crezca el PIB si crece también la desconfianza, la desigualdad, la vulnerabilidad?

He abordado este tema en columnas anteriores, la paz no es solo un aliciente ético, sino la condición del desarrollo económico y social y no basta repetirlo de memoria; conviene situarlo en la tensión profunda entre la aspiración de progreso y la estructura real del poder (y del miedo). Porque un Estado que no genera paz carece de legitimidad para ejercer desarrollo, no se construye sobre suelo firme, sino sobre un pantano donde los pesos de la inversión se hunden.

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