No es raro: hay quienes escuchan su nombre y sienten que la piel les queda chica. A veces duele por lo que evoca (una historia familiar, una expectativa ajena), a veces suena “duro” o “infantil”, a veces simplemente no encaja con la imagen que uno tiene de sí mismo.
La psicología cotidiana sugiere leer ese malestar como señal y no como rareza : igual que otros microgestos -mirar el piso al caminar, por ejemplo-, el vínculo con el propio nombre habla de cómo nos vemos y de cuánto nos reconocemos en el espejo social. Así lo sugiere este artículo de La Prensa Gráfica .
El nombre es nuestra primera tarjeta de presentación y también un recordatorio constante. Nos lo dicen, lo escribimos, lo firmamos: funciona como contraseña de pertenencia. Por eso, cuando no gusta, aparecen friccione