Una parvada de gallinazos rodea la caleta de Puerto Pizarro. Llegaron con la luz de la mañana y observan desde el cielo el espectáculo del puerto. Los pescadores tardarán dos horas en llegar a tierra. Mientras tanto, los estibadores descansan entre las chalanas desperdigadas a lo largo de la playa o se recuestan en las llantas de los camiones frigoríficos, que, apostados en la orilla, esperan repletar con la pesca del día. Más que una costa, aquel lugar parece una poza, un brazo separado del mar, flanqueado por dos islas, sin olas, casi sin viento, donde los pequeños botes apenas se balancean. Todavía no han asomado por allí los informantes de los piratas y se puede conversar. El último puerto de Perú, y epicentro de la piratería marítima en el norte del país, recién se sacude del alba.
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