No nació entre las cumbres nevadas ni en los túneles de montaña que definen las leyendas. Isaac del Toro surgió donde el asfalto se agrieta bajo el sol de Chihuahua, donde los ciclistas aprenden a resistir antes que a hablar, y donde el viento no es un enemigo: es el entrenador.

La primera vez que lo vieron en Europa, lo confundieron con un mensajero. No tenía el porte de un campeón, ni el discurso de un fenómeno. Solo una mirada fija, una postura baja sobre el manubrio, y una respiración que nunca parecía acelerarse. En el Giro, cuando todos creyeron que su función era llevar a Ayuso hasta la meta, él tomó el volante. No fue un ataque espectacular. Fue una paciencia calculada: un movimiento en la curva de la 17, un cambio de ritmo cuando el aire se volvió pesado, y luego… silencio. Solo

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