Junts ha roto con el Gobierno. La decisión obedece menos a una convicción que a una necesidad de presencia. El en un escenario que ya apenas lo escucha. No hay épica en el gesto, sino voluntad de volver a ocupar un plano que se estrecha. Desde Bruselas, el expresidente observa cómo su movimiento se disuelve entre la burocracia y la nostalgia. El tiempo ha ido agotando la mística del exilio, y el liderazgo que un día encarnó la desobediencia se ha convertido en rutina.

Mientras tanto, en Cataluña, nuevos actores —Aliança Catalana— empujan desde los márgenes con un discurso de pureza, promesas de identidad y desprecio por el pacto. Esa presión obliga a moverse: quien vive del símbolo no puede permitirse la indiferencia. En el fondo, Puigdemont no actúa por cálculo, sino por miedo a desapa

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