En Tijuana, una ciudad donde el polvo se mezcla con los sueños, un niño de complexión redonda y sonrisa tímida se enamoró del sonido de una pelota al golpear el guante. Su nombre era Alejandro Kirk.
Desde pequeño, Alejandro creció viendo a su padre, Juan Manuel, lanzar y atrapar en los campos llaneros de Baja California . No había lujos, ni reflectores. Solo tierra, sudor y esa pasión por el béisbol que se hereda como el apellido. Entre semana, el joven Kirk ayudaba en casa; los fines de semana, vivía para el diamante. Su padre era su entrenador, su guía, su primera gran liga.
A los 17 años, el destino le tendió la mano. Los cazatalentos de los Toronto Blue Jays lo vieron batear con una madurez que no correspondía a su edad ni a su físico.
No era alto ni atlético, pero cada swing tenía

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