Cuando la esposa de Carlos Julio Montaña entró a su casa, supo que algo no estaba bien. El almuerzo que había dejado servido seguía sobre la estufa, frío, intacto. En el segundo piso, la inquilina —María Concepción Ladino, conocida por el barrio como doña Conchita— murmuraba rezos. Era una mujer que vivía de eso: de ofrecer plegarias, limpias y brebajes a cambio de dinero o favores. Allí, en esa casa de Fontibón, también estaban Carlos Julio Montaña y sus tres hijos.
Cuando la esposa de Carlos Julio preguntó por su esposo, la rezandera, con una frialdad que solo tienen los psicopatas, respondió: “No lo despierte, está en trance”.
El olor a parafina barata se había tomado toda la casa desde hacía un par de meses. La bruja le dijo a los tres hijos y a la esposa del señor Carlos Julio que b

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