El recién dimitido presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, llegó al Palau de la Generalitat el 14 de julio de 2023 con una sonrisa de oreja a oreja. Lo hizo tras una campaña electoral que subrayaba: “Sonríe, ya se van”, junto a una foto de Ximo Puig, Mónica Oltra y Pedro Sánchez. Fue prácticamente un año después de defenestrar a su antecesora en el partido, Isabel Bonig, con la ayuda de sus padrinos en Génova. Poco después de aquella elección como líder del PPCV, el jefe de los conservadores valencianos perdió a sus escuderos en la dirección nacional: Pablo Casado y Teodoro García Egea, pero su victoria electoral le garantizó seguir siendo un peso pesado en Génova.
Casado salió (o lo sacaron, más bien) para dar paso al equipo capitaneado por Alberto Núñez Feijóo, con quien Mazón nunca ha mantenido una relación fluida. Menos aún después de fastidiarle la campaña a las elecciones generales tras su pacto relámpago con Vox, un acuerdo que llevaba meses gestando –llegó a decir, en una reunión del partido, aquello de: “ En el peor de los casos tendríamos que chupársela a uno de Vox, que vienen aquí a tocar los cojones” –. Sorprendió la predisposición y, sobre todo, la rapidez del acuerdo. Se había trabajado en privado, mano a mano con el líder de Vox, Santiago Abascal.
Los movimientos recién descritos muestran el carácter de Mazón, que nunca da puntada sin hilo. Cuando parece que el alicantino va a fallar, apunta una nueva jugada calculada. Ha demostrado no tener problema en pactar con la ultraderecha si para ello gana el gobierno, y menos conflicto en sacarlos rápidamente de su Gabinete si el acuerdo se rompe. Ya fue un superviviente del zaplanismo en el Gobierno de Camps, pasando de una dirección general a otra. De ahí, el joven líder del PP valenciano fue haciendo camino hasta llegar a presidir la Diputación de Alicante, plataforma que lo catapultó a la Generalitat.
Ya en el Consell, el president Mazón quería proyectar la imagen del buen rollo, la de un hombre cercano, divertido. Un político que hablaba eso que llaman el idioma de la calle , alejado del aura academicista que proyectan algunos dirigentes de izquierda. Era un presidente que salía a correr por las mañanas y se arrancaba a cantar en los actos o que se grababa vídeos realizando sorteos o probando una horchata en los alrededores del Palau. Si de algo presumían el dirigente y su entorno es de carisma, como si no hubiera abandonado nunca el grupo musical con el que trató de concurrir a Eurovisión: Marengo. Con ese espíritu de la boyband juvenil llegó al Palau de la Generalitat gracias al apoyo de Vox, acompañado por sus compañeros de estudios y amigos, que pronto tuvieron responsabilidades en el Ejecutivo autonómico. Es el caso del conseller de Educación, José Antonio Rovira; el director general de Infraestructuras, Javier Sendra, o su jefe de gabinete, José Manuel Cuenca. Con este último comparte piso en el barrio de Cánovas, un clásico de la fiesta valenciana. El espíritu Erasmus del inquilino del Palau.
La cuestión es que el carisma es una cualidad de un líder, pero un líder no vale nada si no se pone a gestionar. El dirigente, prácticamente adicto a las redes sociales, con un amplio equipo que monitoriza todos sus comentarios y trabaja con determinación en su imagen, abdicó de esa responsabilidad el 29 de octubre de 2024, cuando salió de una reunión con patronal y sindicatos para irse a comer al ya famoso restaurante El Ventorro, donde estuvo más de tres horas. Un año después de ese ágape, su comensal ha acudido a testificar al juzgado, a la causa que investiga si hubo una negligencia en la gestión del gobierno que preside –ahora en funciones– Carlos Mazón, de la dana en la que murieron al menos 229 personas. Un año y cuatro días después, el presidente valenciano ha anunciado su dimisión.

La frivolidad de los vídeos tras la dana
Mazón entró así, bailando, en el Palau de la Generalitat, y marcó cuál iba a ser la tónica: una de las primeras y principales incorporaciones como asesora a su equipo fue la de Clara Montesinos, una experta en redes sociales e influencers. Montesinos impulsó la agencia Influencity, una plataforma de marketing online centrada en la venta a través de perfiles populares y creadores de contenido en redes sociales. Se reforzaba así una fachada de vídeos dinámicos y selfies con seguidores, la imagen era fundamental.
Las redes sociales de Mazón no solo se convirtieron en su principal herramienta de comunicación, sino también en su espacio personal, donde mezclaba lo institucional con lo privado de una forma casi obsesiva. Lo vimos preparar una paella en su casa, hacerse selfies en actos oficiales, participar en ferias y fiestas, promocionar su rutina de runner, comer helados. La línea entre lo personal y lo político era cada vez más borrosa, sus redes se convirtieron en un escaparate donde todo parecía tratarse de una performance. Incluso dos días antes de la catastrófica dana, ya bajo la lluvia, se mostraba participando en una carrera.
La catástrofe de la dana marcó un antes y después en la comunicación del presidente valenciano y en su percepción. La tragedia borró su tónica de influencer y las risas de los posts en sus redes. Los usuarios críticos se han multiplicado en los últimos meses con comentarios feroces en cada post de un acto público. La comida con la periodista y su ausencia en las horas críticas ha infectado una herida abierta durante un año.
Y a esta herida infectada Mazón solo le ha querido poner vendajes para taparla: ocultar con quién estuvo, el motivo del encuentro, cuantas horas duró y lo que ha acabado reventándolo todo, qué hizo después de la comida. Una mentira después de otra desgranada en el documental de elDiario.es ¿Dónde estaba Mazón? .
Con la evidencia de las mentiras, cualquier intento de humanizar al president Mazón en redes sociales ha fracasado. Muestra de ello fue la entrega de llaves de viviendas públicas a víctimas, que se convirtió en una suerte de reality, como si fuera una estrella mostrando su adquisición. Los vídeos se multiplicaron en TikTok e Instagram, en los cuales se podía ver al presidente acompañado de las víctimas, conversando de forma distendida como si fueran conocidos de toda la vida. En un vídeo, se podía escuchar a Mazón decir: “¿Ves? ¡Con terracita! El frío ya se pasa, ¿eh?”, mientras una vecina agradecida sonreía frente a la cámara. Para el público, aquello no fue un acto de apoyo, sino una escenificación vacía de contenido real.
Los vídeos, que deberían haber sido una muestra de liderazgo, fueron percibidos como una burla. “Hemos venido a comprobar que está todo bien”, decía en tono jovial mientras entraba a una casa recién rehabilitada. La imagen de un presidente que parecía tratar la tragedia como un contenido más para sus plataformas digitales generó indignación. Aquellos que lo criticaban señalaron la superficialidad con la que abordaba una crisis de tal magnitud. En lugar de ocuparse de los problemas reales, estaba usando recursos públicos para filmar una “campaña de imagen” de sí mismo.
La crítica aumentó cuando se descubrió que, para difundir estos actos, la Generalitat había contratado los servicios de Miguel Quintanilla, un empresario cercano a Mazón, lo que desató nuevas acusaciones de clientelismo y uso indebido de fondos públicos. De hecho, la ley de publicidad institucional fue vulnerada de forma flagrante , lo que llevó a varios partidos de la oposición a pedir explicaciones y a denunciar lo que veían como un abuso del poder.
En un país en el que la política se juega en las redes sociales, Mazón apostó por las herramientas más modernas, pero lo hizo sin entender que la frivolidad no es compatible con la seriedad de un cargo público. La imagen que construyó, deslumbrante en las pantallas, pero vacía en los hechos, terminó por socavar su legitimidad. Así se apagó la era de Carlos Mazón, el presidente de Instagram, cuyo mayor error fue pensar que en la política todo se resuelve con un buen post.

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