Hablar del toreo es adentrarse en un territorio donde la emoción se mezcla con el vértigo, donde la genialidad artística se enfrenta cara a cara con el miedo más primitivo. En la plaza, el torero no solo se juega la vida; también pone en juego su alma, su dignidad y su capacidad de transformar el peligro en belleza. Ese instante suspendido en el aire, cuando la muleta dibuja curvas imposibles y el toro parece detener el tiempo, es el corazón del sentimiento taurino. El toreo es un diálogo silencioso, tenso y profundo. No hay palabras, pero sí respiraciones contenidas, pasos medidos, miradas que se cruzan entre hombre y animal. La grandeza del matador reside en su dominio del miedo, en su habilidad para convertirlo en motor creativo.
El miedo no desaparece; se transforma en temple, en sere

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