El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, ha desatado una ola de indignación nacional. Ocurrió en pleno corazón de Michoacán, durante el Festival de Velas del Día de Muertos. Su ejecución pública fue una afrenta a la autoridad del Estado y una burla directa al poder civil.

Manzo no era un político más. Electo como independiente, rechazó pactos con el crimen y denunció amenazas constantes. Advirtió que no quería ser “otro ejecutado”, pero fue ignorado. Su muerte no solo confirma la vulnerabilidad de los alcaldes, sino el abandono de las instituciones que debieron protegerlo.

El crimen organizado parece haber cruzado una línea que ni siquiera sus códigos no escritos toleraban: asesinar a plena luz del día a una figura legítima del pueblo. Ese exceso, más que imponer miedo, ha ence

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