—¿Qué siente ante la destrucción de sus obras? —le preguntó un periodista francés a Pablo Picasso.

—Eso no es una noticia, sería noticia si quemaran el Prado —respondió el pintor malagueño con un dejo de ironía.

Corría noviembre de 1971 y Picasso continuaba viviendo en el exilio a pesar de que, por más de una vía, la dictadura que gobernaba en España le había hecho saber que podía regresar cuando quisiera. No solo eso, en los últimos años lo había distinguido como “español universal”, nombrado académico de honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, expedido un sello oficial con su imagen y convocado a un certamen de arte juvenil en su nombre. Aún así, el pintor seguía sin poner un pie sobre su tierra natal , fiel a su promesa de no regresar hasta que el dictador Franc

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