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La violencia en el fútbol volvió a ser noticia. En Écija, una pelea entre aficionados hace unos días terminó con varios heridos. Días después, un autobús de seguidores del Flamengo volcó y dejó decenas de lesionados.

Estos sucesos no son casualidad: muestran cómo algo tan apasionante como el deporte puede convertirse en un espacio de tensión y conflicto.

No se trata de episodios aislados, sino señales de un problema que mezcla identidad, pertenencia, rivalidad y falta de control. Lo que debería ser una celebración deportiva acaba convirtiéndose, demasiadas veces, en un escenario de confrontación.

El fútbol, como otros deportes de masas, no vive al margen de la sociedad. Lo que ocurre en los estadios, en las gradas o durante los desplazamientos masivos de hinchas, no puede entenderse sin observar lo que sucede fuera: una sociedad polarizada, emocionalmente desbordada y donde el conflicto parece cada vez más normalizado. En las gradas, la pasión se multiplica y, a veces, se desborda. ¿En qué momento la emoción que nos une empezó a ser también la que nos separa?

Pasión y conflicto en el campo

En el fútbol, la pasión no solo se siente: se comparte, se grita y se convierte en parte de quienes somos. Animar a un equipo no es solo seguir unos colores, sino formar parte de algo más grande, de un “nosotros” que da sentido y pertenencia. En muchos casos, ese sentimiento llega a llenar vacíos de reconocimiento o de comunidad que nuestro día a día no siempre ofrece.

Como explica un análisis sociológico sobre la cultura futbolística española, esta mezcla de emoción, pertenencia y conflicto complica las cosas. Hace que el estadio sea además de lo deportivo, un escenario donde también se expresan frustraciones y deseos de reconocimiento.

El problema aparece cuando esa identidad se construye en oposición al otro: el equipo rival deja de ser un adversario deportivo y pasa a verse como una amenaza. Lo que empezó siendo una expresión de emoción y orgullo se convierte en un espacio de enfrentamiento donde la rivalidad pesa más que el propio juego.

La violencia se previene, no se castiga

Los datos de la Comisión Estatal contra la Violencia, el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia en el Deporte muestran que, a pesar de los esfuerzos institucionales, los incidentes en los estadios españoles se mantienen estables. La mayoría no implica agresiones físicas, pero la violencia verbal, simbólica y discriminatoria (insultos, humillaciones o cánticos ofensivos) sigue siendo habitual. Es la parte más invisible de la violencia, pero también la más normalizada. Castigar ayuda a frenar, pero no a cambiar.

Para encontrar soluciones hay que mirar más allá de las sanciones. En otros países ya se están probando enfoques diferentes. En Suecia, el equipo del investigador Clifford Stott, de la Universidad de Keele, vio que el diálogo con los aficionados ayuda a reducir los conflictos. Lo hacen a través de personas mediadoras, llamadas Supporter Liaison Officers –oficiales de enlace con los aficionados–, que escuchan, orientan y crean puentes entre hinchas y autoridades. No se trata de vigilar más, sino de escuchar mejor.

Educar la emoción

La violencia en el fútbol no empieza en los estadios, sino mucho antes. Nace en la forma en que enseñamos a competir, en los modelos que mostramos y en cómo aprendemos a gestionar la frustración.

En España también se están dando pasos. Algunos programas educativos y comunitarios promueven la convivencia y el respeto, sobre todo en el deporte base. Aun así, estudios recientes muestran que la violencia verbal y simbólica sigue presente incluso en las categorías infantiles. La presión por ganar, la falta de modelos positivos y la ausencia de formación emocional hacen que esos comportamientos se repitan desde edades muy tempranas.

Por eso, la solución no pasa solo por reforzar la seguridad, sino por educar la emoción. Los clubes, las escuelas y las familias tienen un papel clave. Enseñar a competir también significa enseñar a respetar, a perder y a controlar la rabia.

Los clubes y las federaciones deberían asumir un papel activo como agentes de transformación social. Invertir en formación, mediación y campañas de convivencia no es un gasto sino una inversión en salud pública y cohesión social.

Los medios de comunicación también tienen su parte. Cuando priorizan el espectáculo del conflicto, refuerzan la narrativa de la violencia. Mostrar referentes positivos, diversidad y respeto sería un paso mucho más poderoso hacia el cambio cultural que necesitamos.

La violencia ultra no es solo responsabilidad de unos pocos radicales. Es el reflejo de cómo entendemos la pasión, el éxito y la rivalidad. Si queremos que el fútbol vuelva a ser un espacio de unión, debemos empezar fuera de los estadios: en las aulas, en los barrios, en los clubes. Solo así podremos transformar la pasión en convivencia y la rivalidad en respeto.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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