En México, la violencia no irrumpe: persiste. A veces estalla con estruendo; otras, se instala en un silencio que parece cansancio colectivo. El asesinato de Carlos Manzo —alcalde de Uruapan— durante el Día de Muertos, no inaugura una etapa; más bien confirma que hay territorios donde la vida pública permanece expuesta a la violencia. No se trata de su aparición, sino de su permanencia.

Michoacán no vive en el sobresalto ocasional; vive en la memoria larga. Su relación con la violencia no es episódica, sino histórica. Ha transitado por múltiples formas de autoridad y control: la presencia militar federal, los intentos de reconstrucción estatal, las policías comunitarias, las autodefensas, y, en paralelo, las organizaciones criminales que han disputado el territorio. La entidad ha visto có

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