El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, cimbró no sólo a Michoacán, sino al país entero. No fue un crimen más en la trágica normalidad mexicana, sino el punto exacto donde la indignación social rompió el cerco del miedo. En su funeral, la ira popular desbordó el dolor: el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla fue corrido entre gritos, empujones y reclamos. “¡Fuera! ¡Queremos justicia, no discursos!”, gritaba la gente. Esa escena, capturada en segundos de video que circularon con furia en redes, sintetizó lo que los informes oficiales no se atreven a reconocer: el pueblo michoacano ha perdido la paciencia, y también la fe en sus autoridades.

El crimen, perpetrado con precisión y saña, es reflejo de un Estado debilitado. Carlos Manzo era un alcalde empeñado en cumplir su gestión en

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