En este país de resignaciones, donde los ministros aparecen en TikTok antes que en el Congreso y los delincuentes se graban mientras huyen, parece que solo nos queda el Rey. Felipe VI, con su compostura británica y paciencia de santo laico, se ha convertido en el último símbolo de una institucionalidad que sobrevive a trompicones entre la desvergüenza política y la frivolidad mediática. Es irónico: mientras el Gobierno presume de modernidad republicana, el único que aún representa algo parecido a un sentido de Estado es el monarca.

No se trata de monarquismo, sino de decencia. En Málaga, en Granada o en Lugo, los ciudadanos trabajan, pagan y aguantan. Pero cada día reciben una dosis más de cinismo institucional: los socios de gobierno que insultan al país desde la tribuna, las concesiones

See Full Page