Componer música es, para muchas personas -y me incluyo-, un acto íntimo, casi sagrado. Es poner el alma en sonidos, es revelar lo invisible. Es desnudarse por completo. Pero, para muchos compositores -incluyéndome igualmente-, también es una experiencia plagada de dudas, miedo y autoexigencia. Uno de los fantasmas que más acechan a quienes escribimos música es el llamado síndrome del impostor.
Este síndrome se describe como la sensación persistente de no ser lo suficientemente bueno, a pesar de los logros obtenidos. Pauline Clance y Suzanne Imes, psicólogas que acuñaron el término en 1978, descubrieron que muchas personas exitosas se sentían como fraudes. En la música, donde no hay una única medida objetiva de calidad, estas sensaciones pueden intensificarse.
Muchos compositores han duda

El Carabobeño

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