En los informes culturales todo se cuenta. Se cuentan los festivales celebrados, las actividades programadas, los visitantes que pasaron por un museo, los espectadores de una función, los 'clics' de una web . Se cuentan los actos, los talleres, los proyectos. Todo suma. Pero detrás de esas cifras tan redondas y 'tranquilizadoras' para justificar algunas cosas, a veces se esconde una pregunta incómoda: ¿qué queda cuando se apagan las luces, cuando el público se va y ya no hay que presentar memoria?

La cultura ha terminado atrapada en su propio sistema de indicadores. Como si valiera más llenar una agenda que dejar huella. Como si el objetivo fuera demostrar que «se hace mucho» , no que se hace bien, y, sobre todo, que se llena mucho. El resultado es un paisaje donde la actividad es

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