Una tarde de la década de 1990, mi madre volvió del médico con los ojos enrojecidos.
“No pasa nada”, me dijo, en un intento por tranquilizarme. Pero rompió en llanto de nuevo y ya nada pudo ocultar.
El ginecólogo le acababa de diagnosticar cáncer de mama.
Tenía sólo 53 años, y una vida de guerrera que marcó caminos para siempre.
Se había criado en el campo, con la dureza de los quehaceres diarios y las tormentas de las carencias. Había estudiado costura por correo, saber que después le dio el sustento y que le abrió el camino para traer la familia a la ciudad. O al pueblo grande que era Villa Dolores en los años 1970.
Se convirtió en la modista del barrio. Después puso un kiosco. Después, un almacén que la transformó en la comunicadora del vecindario. Una guerrera…
La mala palabra
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