La tarde del 13 de noviembre de 1985 comenzó con un silencio engañoso en el valle del Magdalena. En el cielo sobre Armero, el aire se tornó denso y una lluvia fina de ceniza descendió del Nevado del Ruiz, un volcán que llevaba casi setenta años dormido. Nadie imaginaba que aquella llovizna gris sería el preludio del fin.
Desde 1984, los geólogos habían advertido que el volcán despertaba. Emisiones de gases, sismos leves y olor a azufre eran señales inequívocas. Los mapas de riesgo existían, los informes fueron enviados, las alertas emitidas. Pero la comunicación entre científicos y autoridades se disolvió entre oficios, reuniones y dudas. Los campesinos veían morir los peces del río Lagunilla, los animales huían del monte, y las aguas hervían. Pocos les creyeron.
Aquella tarde, hacia las

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