Cada lunes por la mañana, las conmovedoras notas del himno nacional de China llegan a mi apartamento en Beijing desde la escuela primaria al otro lado de la calle. Jóvenes estudiantes uniformados se alinean en filas ordenadas sobre un patio de recreo recién cubierto de césped mientras la bandera china asciende lentamente por un asta. Las calles cercanas están adornadas con macetas de flores, árboles de ginkgo y carteles de propaganda que exhortan a los ciudadanos a amar a su nación.
Durante gran parte de mi vida, esa directriz me había parecido superflua. La economía de China prosperaba y estábamos orgullosos de nuestro país.
Hoy, a muchos de nosotros nos resulta más difícil sentir ese orgullo. Detrás del orden de la vida cotidiana, hierve una silenciosa desesperación. En las re

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