Las encuestas evidencian que la desafección política, la radicalización de las opiniones y la percepción de crisis permanente conviven con mejoras objetivas o estabilidad en los niveles de bienestar, especialmente en sanidad, vivienda básica o escolarización
Hace pocos días se publicó el IX Informe FOESSA. El primero se publicó en 1966. Sesenta años después y manteniendo de manera consistente muchos indicadores y perspectivas de análisis, el Informe (elaborado por una plétora de analistas y académicos de primer nivel) constituye una de las radiografías más profundas y sistemáticas de la realidad social española contemporánea. A través de décadas de series estadísticas y aproximaciones cualitativas, la Fundación FOESSA ha logrado documentar la transformación, los avances y los retrocesos de la situación social en España, sin descartar las oportunas comparaciones con Europa, sobre todo a partir de nuestra integración en la UE. Uno de los aspectos que destacaría del Informe (que lo distingue de otros que tienen un sesgo mucho más económico) es el diálogo entre datos duros (renta, empleo, vivienda) y aspectos intangibles como capital social, confianza y legitimidad democrática. Y ello es muy importante cuando existe un notable desconcierto en cómo enfocar el cambio de época que atravesamos mientras constatamos el agotamiento del pacto civilizatorio del 1945. Un pacto que incorporó políticas claras de bienestar social básico tras las conflagraciones de la primera mitad del siglo XX y al que nosotros llegamos con treinta años de retraso.
Desde su nacimiento, los informes FOESSA han funcionado como un barómetro de las realidades profundas del país. La gran aportación de estos informes radica en su capacidad de ir más allá de fluctuaciones coyunturales y de describir, con rigor académico y voluntad ética, las tendencias de fondo que moldean la vida de millones de personas en España. Como es obvio, no tiene dada que ver la España de 1966 con la actual, y es evidente que las oleadas de precarización, la aparición cíclica de diversas modalidades de crisis (financiera, sanitaria, climática) y los procesos de cambio institucional y global (estado autonómico, entrada en Europa, globalización) han modificado los parámetros de la inclusión y la exclusión.
A lo largo de estos sesenta años se constatan mejoras innegables en temas clave. La universalización de la escuela y la sanidad ha sido una conquista que hoy parece irreversible. Prácticamente, todos los hogares con menores están escolarizados y la cobertura médica es un bien común consolidado. El porcentaje de familias residiendo en infraviviendas ha caído de modo sostenido desde los años setenta. El grupo de mayores de 65 años presenta hoy la tasa más baja de exclusión grave de su historia, fruto de las pensiones, la mejora asistencial y el reconocimiento cívico del derecho a envejecer dignamente.
No obstante, el Informe constata asimismo que más de cuatro millones de personas (un 9% de la población) permanecen en lo que se califica como exclusión social severa. Tampoco se ha superado, a pesar de los esfuerzos de los últimos años, el problema de la temporalidad en el empleo ni los bajos salarios. La proporción de lo que se denomina como “trabajadores pobres” (los que a pesar de tener trabajo no llegan a final de mes) se mantiene en un 14%, claramente por encima de la media europea. También las cifras de pobreza infantil y de brecha intergeneracional son de las más altas de Europa. Y qué decir de la falta de vivienda accesible, tras la inexistencia crónica de una política pública de vivienda digna de ese nombre.
Es cierto que muchos de los procesos arriba mencionados no son exclusivos de España, sino que responden a tendencias de fondo del continente, como la erosión ya mencionada del modelo del Welfare State creado en 1945, el gran cambio demográfico, la emergencia climática y el claro aumento del precariado, y todo ello afectando de manera muy distinta a enclaves territoriales específicos. Y también es cierto que todos los países europeos, con algunas diferencias, se enfrentan al reto de cómo articular la financiación de los servicios públicos, con la presión fiscal, por un lado, y cómo enfrentarse al envejecimiento de su población mientras buscan fórmulas para proteger a las nuevas generaciones. El handicap en España, que hace que todo sea más grave, es la existencia de un mercado de vivienda profundamente excluyente, por un lado, y, por otro, un sistema productivo menos capaz de pagar adecuadamente a su fuerza de trabajo.
Pero, si miramos el Informe y la perspectiva histórica desde la que examinan los datos recogidos, vemos que no todas las diferencias territoriales y de integración pueden explicarse por indicadores estrictamente económicos. España es un país de desigualdades cruzadas, donde el capital social –la densidad de relaciones, la confianza y el tejido asociativo– cobra protagonismo en la explicación de por qué hay sitios en que todo ello se vive de peor manera. Hay Comunidades Autónomas como País Vasco y Navarra que combinan rentas altas y un capital social denso lo que les permite tener bajas tasas de exclusión, pero hay otras, como Galicia, Castilla y León o Cantabria, que a pesar de contar con economías menos pujantes, logran buenos niveles de integración social por la fortaleza de sus redes comunitarias y por la permanencia de valores rurales cívicos. En el otro extremo están Comunidades, como Canarias, Andalucía, Murcia o Comunidad Valenciana que combinan índices significativos de exclusión social con baja resiliencia comunitaria. Y en situaciones intermedias encontramos Madrid con niveles de renta alta, mezclados con bolsas de exclusión significativas y notables desigualdades internas en lo concerniente a la articulación comunitaria.
El capital social emergen en el Informe FOESSA como un escudo invisible que protege a los grupos vulnerables cuando el Estado o el mercado fallan, y también como una variable explicativa esencial de las disparidades regionales. En las regiones con alta densidad de capital social (País Vasco, Navarra y en algunas zonas rurales), los individuos y hogares recurren más fácilmente a redes de apoyo, asociaciones y dinámicas comunitarias que mitigan la soledad y la marginación, amortiguando los efectos de la crisis económica y la precariedad. Allí donde el capital social es escaso, la integración depende más del azar individual, y las redes de solidaridad son ineficaces frente al deterioro social y la fragmentación
Lo que además se observa, si se considera el largo periodo analizado, es que en la última década ha crecido la discordancia entre cierta estabilidad en los datos sociales básicos (con mejoras tenues y con capacidad de recuperación tras crisis graves) y un profundo deterioro de la legitimidad democrática del sistema en su conjunto. Las encuestas evidencian que la desafección política, la radicalización de las opiniones y la percepción de crisis permanente conviven con mejoras objetivas o estabilidad en los niveles de bienestar, especialmente en sanidad, vivienda básica o escolarización. El clima de insatisfacción y desconfianza institucional se alimenta tanto de realidades como de percepción acumulada, “malestar subjetivo” y polarización mediática. Así, la sensación colectiva de deterioro muchas veces empeora el dato real captado por los indicadores.
La parte final del Informe es especialmente clara al situar a España en la encrucijada de la transformación en que estamos sumergidos en Europa. Ningún país europeo es hoy ajeno al debate sobre la necesidad de reinvención del Estado de Bienestar, la transición ambiental justa y la centralidad del tema de los cuidados frente al individualismo mercantilista.
En definitiva, el IX Informe FOESSA nos ofrece una imagen compleja y matizada de la sociedad española: logros claros en protección social y convivencia, cronificación de la pobreza infantil y la exclusión de ciertos sectores, grandes diferencias autonómicas que van más allá de la economía y dependen también del capital social y la tradición civil, y un malestar político que supera objetivamente el deterioro real detectado por los indicadores. El reto al que tenemos que enfrentarnos no es solo económico, sino fundamentalmente político y relacional: recuperar legitimidad, confianza y horizontes comunes pasa por fortalecer tanto el Estado de Bienestar como el tejido invisible de la solidaridad y la articulación comunitaria frente a un individualismo depredador.

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