El arranque del nuevo delirio que dirige el excesivo, violento, vertiginoso, visualmente en tantas ocasiones desmadrado cineasta francés Luc Besson ya promete: siglo XV, claro, el príncipe Vlad II, al que llamaremos pronto conde Drácula (qué morbo más espeso tiene aquí el actor Caleb Landy Jones, está hecho una fiera), está en plena, repetida y salvaje fornicación con su amada y atractiva esposa para, solamente unos minutos más tarde, partir a luchar contra los otomanos (qué armaduras, qué caballos, qué cruento todo, nieve y sangre; la película huele primero a sexo y, luego, a sudor), quienes matarán, durante el asedio, a la mujer de nuestro protagonista. Que decide entonces renegar de Dios por esa terrible pérdida aunque luchaba en Su nombre, le recuerda a un alto gerifalte de la Iglesia

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