La mañana del 20 de noviembre de 1975, recién cumplidos 8 años, me desperté con la habitual pereza de ir al colegio de mi pueblo, Tarifa, el único de España y de Europa desde cuya escuela se ve África por la ventana (pero eso no era un aliciente para un niño). Era jueves, pero no uno cualquiera, sino uno histórico porque fue el día que murió el dictador Francisco Franco; aunque para mí, fue el día en el que, por primera vez, vi a mi madre con lágrimas en los ojos.
No creo que supiera quién era Franco, pero sí recuerdo caminar al colegio ese día con mi hermano, hasta que el carnicero del pueblo nos gritó al pasar: “¿A dónde vais? ¿No os habéis enterado de que Franco ha muerto? ¡No hay clases!”. También recuerdo los gritos corriendo de vuelta al encuentro de otros niños del barrio por las v

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