El 26 de noviembre llega a las librerías 'Epidemia ultra. Del fascismo europeo a Silicon Valley: anatomía de un fenómeno que está conquistando el mundo' (Península), de Franco Delle Donne, experto en el estudio de la ultraderecha y los autoritarismos. En elDiario.es publicamos un fragmento del libro

ANÁLISIS - Por qué es una trampa copiar el discurso ultra

El resultado fue inesperado, incómodo y preocupante. El 21 de abril de 2002, Jean-Marie Le Pen recibía el voto de 4,8 millones de franceses y lograba pasar a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Competiría contra Jacques Chirac, entonces presidente en funciones de la República.

Le Pen, excombatiente de las fuerzas armadas, había construido su carrera política sobre un discurso racista y antisemita. Lideraba el Frente Nacional (Front National, FN), un partido que reunía a herederos de la vieja extrema derecha de posguerra y que había crecido alimentándose de la xenofobia durante los años ochenta.

El impacto fue enorme porque Le Pen encarnaba una visión del mundo que desafiaba consensos sociales considerados intocables hasta aquel momento. Proponía una sociedad excluyente y discriminatoria, pues todos los problemas de Francia parecían tener un mismo culpable: los inmigrantes. Hablaba de ley y orden frente a la criminalidad, sostenía que los extranjeros quitaban trabajo y vivienda a los locales e insistía en que la identidad nacional estaba siendo erosionada por la presencia de culturas foráneas. En suma, su programa no buscaba el bienestar del país, sino generar un conflicto social a través de un chivo expiatorio que incentivara el odio hacia un “otro” construido a medida. ¿Acaso no habíamos aprendido nada del pasado?

Su plataforma electoral tampoco presentaba grandes novedades respecto a lo que venía diciendo desde mediados de los ochenta, cuando dejó de ser un grupo marginal para obtener sus primeros resultados significativos. Pero las claves de aquel sorpresivo resultado había que buscarlas en otro lugar.

Por un lado, tanto la Agrupación por la República de Jacques Chirac como el Partido Socialista de Lionel Jospin — primer ministro en ese momento— estaban desgastados por la llamada “tercera cohabitación”, un gobierno en el que presidente y primer ministro pertenecían a partidos distintos. Por otro, la izquierda se encontraba fragmentada, lo que dispersó su voto. A ello se sumó una abstención récord en la Quinta República: 28,4 por ciento. El escenario era perfecto para Le Pen, que pudo presentarse como alternativa a un poder dividido y debilitado. Así, dio el salto a la segunda vuelta y mantuvo en vilo a Francia y al mundo hasta la celebración de aquella.

El solo hecho de que un candidato de ultraderecha tuviera opciones reales de alcanzar la presidencia encendió todas las alarmas. Muchos se preguntaban cómo había ocurrido, quiénes lo habían apoyado y por qué. Pero la pregunta que prevalecía en aquel abril de 2002 era otra: ¿cómo podemos evitar que Le Pen llegue al Elíseo?

La respuesta no era sencilla, ya que la figura de Chirac tampoco atravesaba su mejor momento. La cohabitación con los socialistas lo había desgastado y lo dejó en una posición de debilidad, reflejada en un 19,8 por ciento en la primera vuelta: apenas 800.000 votos por delante de Le Pen. ¿Estaría toda Francia — incluida la izquierda— dispuesta a votar al presidente?

El 5 de mayo de 2002, apenas dos semanas después del terremoto político, 25,5 millones de franceses acudieron a las urnas para frenar a Le Pen y garantizar la victoria de Chirac.

Los titulares lo celebraban: “Un triunfo para la república”, “Shock y alivio”, “La democracia a salvo”. Pero afirmar que el conservador era el gran destinatario de aquel 82 por ciento de las papeletas sería exagerado. El verdadero ganador no fue un partido ni un líder, sino una expresión abstracta pero poderosa: la inmensa mayoría de una sociedad que se unió para rechazar la xenofobia, el autoritarismo y el antisemitismo del Frente Nacional. El miedo se disipó y la amenaza del fascismo pareció desvanecerse. Francia respiraba tranquila.

Sin embargo, aquel día marcó el inicio de un proceso lento pero persistente. Un germen que nunca había desaparecido del todo empezó a expandirse, portando las mismas ideas que Le Pen repetía desde hacía décadas: una sociedad autoritaria, violenta, racista, excluyente y desigual.

Ese día nació la epidemia ultra.

La historia de una negación recurrente

La derrota de Le Pen no fue un cierre ni un freno a la ultraderecha. En realidad, significó todo lo contrario: un reinicio. Débil, sí, pero presente al fin. Las elecciones de 2002, más allá de la masiva reacción popular, demostraban que las ideas ultras habían vuelto. Dejaban en claro que, ante la debilidad temporal o prolongada de los partidos democráticos, ya fueran de izquierda o de derecha; ante el cansancio de la población frente a la desigualdad, los problemas sociales sin resolver o las expectativas incumplidas; ante la incapacidad de atender y canalizar el descontento, el modelo de Le Pen estaba allí, agazapado, esperando su momento.

Esa advertencia se hizo patente casi una década después, cuando un país que debería haber tenido anticuerpos suficientes para rechazar cualquier resurgimiento del extremismo se contagió. En 2013, un partido euroescéptico con menos de un año de vida obtenía el 4,7 por ciento de los votos y quedaba a las puertas de ingresar al Parlamento Federal de Alemania.

Me sorprendió entonces la lectura de la mayoría de los analistas. Para políticos, periodistas y académicos no había motivos para preocuparse. La interpretación dominante era que Alternativa por Alemania (Alternative für Deutschland, AfD) no era más que un fenómeno pasajero, una expresión volátil de un malestar coyuntural. Algo propio de otros países, no de ellos: Francia con Le Pen y el Frente Nacional, los Países Bajos con Geert Wilders y su PVV, o Austria con Heinz-Christian Strache y el FPÖ.

Al leer esos análisis no podía evitar preguntarme: ¿por qué Alemania debía ser la excepción? ¿Acaso el pasado y los horrores del nacionalsocialismo habían generado realmente esas defensas? ¿O podíamos permitirnos dudar de esa máxima? ¿Cuán sólidos eran los valores de la educación política del Estado, resumidos en el artículo 1 de la Ley Fundamental: “La dignidad humana es intocable”?

Mis dudas se confirmaron rápido. En menos de diez años, AfD demostró que no era flor de un día. No solo ingresó en el Bundestag, sino que conquistó la agenda política. Se adueñó del debate migratorio y lo convirtió en la principal preocupación nacional. Y creció. Mucho. En febrero de 2025 alcanzó el 20,8 por ciento de los votos, duplicando el resultado de 2021. Su avance era aún más marcado en el este, en los territorios de la antigua República Democrática Alemana (RDA), donde superó el 35 por ciento en cuatro de los cinco estados federados. Para agosto de 2025 encabezaba las encuestas nacionales con un 25 por ciento de intención de voto.

Cuesta imaginar que uno de cada cuatro alemanes considere votar a un partido con una posición ambivalente respecto al nacionalsocialismo, que difunde teorías conspirativas para sembrar miedo y odio, y que propone el ultranacionalismo étnico como solución a todos los males de un país que, hace apenas ochenta años, aplicó una fórmula muy parecida y desató la mayor tragedia del siglo xx.

Y, sin embargo, si eso resulta difícil de aceptar, lo es aún más reconocer que no se trata de algo aislado. Lo mismo sucede en muchos otros lugares. En casi todos, siendo realistas. Es difícil encontrar un estado sin al menos una fuerza política relevante que enarbole la desigualdad como bandera, que defienda la exclusión como forma de preservar la identidad nacional y que promueva la persecución o la expulsión de quienes piensan, sienten o se perciben de forma distinta. La epidemia ultra se ha propagado y hoy es una realidad palpable. Desde comienzos del siglo xxi hemos sido testigos de la propagación de aquel germen y de su progresiva transformación en epidemia. El caso alemán demuestra que nadie es inmune.