La obra del inglés Duncan Macmillan, adaptada y dirigida por Pablo Messiez, es una verdadera lección de anatomía sobre las adicciones
Valeria Castro, tras su parón por salud mental: “El ruido externo nos hace pensar que hay que tirar para adelante como sea”
“Yo era un grito en busca de una boca”, dice el personaje Marc durante una sesión de terapia intentando poner palabras al infierno por el que ha pasado. Ha vilipendiado todo lo que amó, vejado lo más sagrado, hasta la inmundicia. ¿Cómo se sale de eso? Esa es la pregunta que Personas, lugares y cosas se plantea. Una pieza del inglés Duncan Macmillan que cuenta la historia de Emma, una joven politoxicómana, actriz, devastada por su historia familiar, confundida hasta lo más profundo. La obra abordará desde el enganche total hasta la recuperación del que empieza a comprender, un arco emocional que Irene Escolar transitará con una de las interpretaciones más logradas de su carrera.
La obra es una bicoca para una actriz. Envenenada. El tiro te puede salir por la culata pues es un papel exigente, que pide representar los momentos álgidos de estar puesto, algo complicado en un teatro representativo como este, y transitar un arco emocional que pasa por la negación, la confrontación, el silencio, la recaída y la aceptación hasta llegar al duro enfrentamiento con la cruda realidad.
Esta obra, que se estrenó en 2015 en Londres, relanzó la carrera de una actriz que justo en ese momento estaba por dejar la profesión, Denise Gough. Intérprete que ahora pueden verla en series como Star Wars: Andor y en el West End londinense. Con Persona, lugares y cosas ganó el premio de la crítica, un premio Oliver, y cuando la pieza fue a Nueva York un premio Obie. Aquí la historia es diferente.
Escolar viene años avisando que no es solo una enorme actriz. Como las grandes de este país, como la Espert en los setenta, ha decidido con este proyecto ponerse al frente. Escolar compró hace años los derechos de la obra y cuando ha llegado el momento, después de trabajar con Àlex Rigola y con Pascal Rambert (la última fue la apabullante Finlandia) ha creado las sinergias necesarias, con la productora de cine Mogambo de Salazar-Simpson y con el Teatro Español, para llevar a cabo el montaje. Escolar es la protagonista de la obra, pero también su productora creativa y el alma de todo el proyecto.
Quizá comenzar así esta nota sea abordar la obra desde un ángulo muy “profesional”, pero es de alabar esta sana intromisión en un mercado copado por las productoras comerciales y los grandes teatros públicos. Abre una nueva veta, más interesante aún por los mimbres por los que ha apostado la artista que ha conformado un equipo más vinculado al teatro de arte que el comercial. Y se nota. El equipo es de lujo: Pablo Messiez en la dirección, Max Glaenzel en la escenografía, Carlos Marquerie a las luces y Óscar G. Villegas al mando del espacio sonoro.
Una actriz colocada, el arranque
La obra comienza con una actriz, Irene Escolar, interpretando a Nina en La Gaviota de Chéjov (imposible no acordarse de La Persistencia de Fernanda Orazi). Pero Emma está colocada, flipando, no sabe dónde está ni puede decir el texto, comienza a sangrar por la nariz, se derrumba. Y de repente todo cambia. Salen unos técnicos, limpian la sangre de la actriz, le cambian la ropa, Escolar ya no es Nina, sino una actriz con campera y pantalones de chándal modernetes. Se vacía el espacio, vemos el Teatro Español hasta las amígdalas, en el fondo alguien baila, cambia la luz, aparecen más gente, de repente estamos en una discoteca, con musicón, alguien le mete una pasti en la boca a Escolar, bailan hasta el no hay mañana.
Ese comienzo, donde espacio y tiempo se rompen, es definitorio por varias cosas. La primera, el punto de vista propuesto por el autor. El espectador ve en escena a través de la visión distorsionada de la protagonista. Algo que se anuncia con simulados fallos de luz en el espectáculo, como si hubiese un fallo de sistema que nos anuncia que lo que vemos en escena es un cerebro estropeado. La segunda es la elección del director, Pablo Messiez, por el espacio vacío, como si fuese la cámara negra de un cerebro. Algo que contrasta con el estreno inglés que creaba un espacio hipermoderno de clínica blanca e higiénica. Aquí no es el blanco-pesadilla el que impera, sino el vacío lúgubre de rincones mal iluminados, de fantasmas y ecos.
Esta es quizá una de las apuestas más acertadas a las que todo el equipo se une para poder sumar. El impresionante sonido de Villegas y el tenebrismo no evidente de Marquerie abren un vasto campo de juego donde no solo reine el realismo. Pero si bien las escenas donde entran las alucinaciones y miedos de la protagonista son bellas y cautivantes, el espectáculo no abandona nunca el plano representativo. Una pena, porque esas imágenes, ese plano donde la realidad se desborda, no llegan a coger el tiempo, el peso suficiente. Y es que ese juego de realidades no es medular como en otras propuestas como las del dramaturgo francés Florian Zeller (El padre, La madre). Aquí manda el relato. Y el autor apostará, eso sí, con maestría, por trasladar a escena el complicado proceso de rehabilitación de la protagonista.
Macmillan va tejiendo una historia que atrapa, que Messiez sigue con ritmo apabullante y que Escolar borda. Conoceremos a los otros enfermos de la clínica, veremos a Escolar luchando por salir del hoyo, pero también discutiendo y enfrentándose. Las réplicas al sistema de los “doce pasos” son pertinentes. Vemos a una enferma que miente y se miente, y que al mismo tiempo se defiende con todo sus fuerzas e intelecto. Sus críticas a un método que apela a lo espiritual y a una vida de mesura y contrición es acerada, potente. Las charlas entre la terapeuta (Sonia Almarcha) y Escolar están llenas de esa contradicción, de un método que habla de salvación y de una enfermedad que no tiene fin, de un ser humano que necesita un asidero y de un asidero que no es roble macizo, sino un corcho flotando en un vasto océano.
Destacar el trabajo interpretativo de Javier Ballesteros, que está enorme como el veterano yonqui de la clínica y el de Manuel Egozkue, que interpreta a T, adicto desde el vientre de su madre. Egozkue dice con especial tino los pequeños y potentes textos que tiene y su presencia en los momentos en los que se trabaja el cuerpo es apabullante. Imposible no destacar también la presencia de Claudia Faci, callada casi siempre, presente en todo momento con un traje negro, como si fuera una Arkadina de Chéjov heroinómana y perdida entre la ficción y la realidad.
Pero la obra es de Escolar. Tiene momentos abrumadores. Hay un texto sobre el arte de interpretar, sobre la extraña vida de los actores que saben que actuar un buen papel es pura droga, que la actriz hace suyo hasta la médula. Cuando dice “actuar me da lo mismo que me dan las drogas y el alcohol. Pero los buenos personajes son mucho más difíciles de conseguir”, Escolar se sabe reina del escenario. Toda la platea está con ella. Es un momento de pura actuación, de organicidad y verdad hechas parlamento.
Un final donde la obra se parte
El espectáculo tiene un intermedio que no se entiende, que no suma. No parece haber nada escenográfico que lo exija. El montaje tiene un ritmo disparado donde el espectador está entregado y esa pausa corta la disposición. Quizá sea imperativo del autor. Hay cesiones de derechos que son leoninas en las que el autor pasa de ser creador a pequeño dictador. Durante la obra, esa misma duda está presente en varios momentos.
La simbiosis entre un teatro más representativo y un teatro de arte por el que el proyecto apuesta no es redonda. Manda demasiado, quizá, lo narrativo. Pero el intento tiene su buen mejunje, sus buenos hallazgos. Reitero, fíjense en ese otro tiempo que habita en los fondos del escenario, en ese otro espacio que abre el tratamiento del sonido. Y luego disfruten con una de las grandes actrices de este país.
La obra, sin spoilers, tiene un final impresionante. Con un acierto escenográfico, dramatúrgico, increíble. Tan solo decir que me recordó al Purgatorio de Castelllucci, pero al revés. Es un final donde la obra se parte, donde vemos al personaje de Escolar en toda su fragilidad, donde entra la realidad, cruda e inaguantable, a borbotones. El montaje estará hasta el 11 de enero en el Español, luego irá al Teatro Calderón de Valladolid el 17 y 18 y retomará gira (que va a ser larguísima) a partir de septiembre en 2026. Estamos ante uno de los montajes del año, es indudable. El aplauso del estreno así lo ratificó.

ElDiario.es Cultura

New York Post
Joplin Globe Sports
The Columbian Business
Oh No They Didn't
AlterNet
Morgan County Citizen Sports