Hay momentos en la vida pública en los que un gobierno no tropieza por la fuerza de sus adversarios, sino por los errores de sus propias decisiones. Eso fue exactamente lo que ocurrió con los bloqueos carreteros.
Lo que pudo haberse resuelto como un conflicto sectorial, manejable y acotado, terminó convirtiéndose en una exhibición nacional de descoordinación y debilidad.
Y no porque la oposición hubiera articulado una ofensiva eficaz —su participación fue más bien fragmentaria y oportunista— sino porque el gabinete federal se fracturó a plena luz del día, sin que ningún discurso lograra disimularlo.
En toda democracia, la oposición participa y promueve los movimientos sociales. Es parte del juego político, una normalidad elemental.
El problema no es que aparezca, sino no saber qué hace

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