Desde Maria Lassnig hasta Kara Walker, la historia del arte está plagada de mujeres que utilizaron la etiqueta de 'monstruo' para desafiar el patriarcado, el colonialismo y los cánones de belleza
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Cuando a alguien se le despoja de humanidad, se le llama monstruo. La historia del arte está repleta de estos seres que, aunque conservan un parecido con lo humano, lo trascienden para convertirse en algo completamente distinto. Desde las criaturas de la mitología clásica hasta las revisiones actuales de Frankenstein, los monstruos han habitado permanentemente nuestro imaginario cultural.
Pero la figura del monstruo no es inocente: históricamente se ha utilizado para marcar los límites de lo aceptable, señalando todo aquello que una sociedad consideraba irracional, prohibido o peligroso para su orden establecido. Quienes habitaban los márgenes —físicos, sociales o morales— eran a menudo calificados de monstruosos, relegados a un territorio simbólico donde lo humano se difumina. Como señala la teórica Donna Haraway en su Manifiesto Cyborg (1985), “los monstruos siempre han marcado las limitaciones de la comunidad en la imaginación occidental”.
La construcción monstruosa de “lo femenino”
Esto se aprecia desde las figuras de la mitología y las leyendas clásicas y medievales —desde centauros, brujas y seres demoniacos hasta los tratados de Ambroise Paré sobre lo monstruoso en lo humano—, pero también en la construcción cultural de lo femenino. Las autoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, en The Madwoman in the Attic, subrayan que la tradición occidental ha asociado históricamente a la mujer con lo monstruoso. Una idea que se remonta a la Teogonía de Hesíodo, donde la mujer es descrita como “un mal bello”, o a los escritos de Aristóteles, que la consideraba “un varón deforme” y, por tanto, “monstruoso”. Así se configuró la visión de la mujer como “lo otro” frente a lo masculino.
Diosas y brujas como la Esfinge, Medusa, Circe, Kali o Salomé son, en palabras de Gilbert y Gubar, encarnaciones del “miedo masculino y, específicamente, del desprecio hacia la creatividad femenina”. A lo largo de la historia, el cuerpo de la mujer ha generado ansiedad por su capacidad de transgredir límites —higiénicos, físicos y morales—. Precisamente la concepción del cuerpo femenino en permanente metamorfosis ha llevado a que la mujer solo pueda ser representada desde dos extremos: la belleza o lo monstruoso, lo grotesco.
En ese espacio de exclusión, la monstruosidad se convierte en refugio y lenguaje. Para quienes quedan fuera del canon, lo monstruoso opera como un idioma propio, una forma de expresar lo que no puede decirse con las palabras del centro. Lejos de ser solo un estigma, la figura del monstruo comienza a ampliar los límites de lo humano, cuestionando sus fronteras.
En este contexto, son muchas las artistas que han utilizado su propia imagen para distanciarse de los modelos sociales establecidos. Conscientes del poder de las representaciones, se sirvieron de sus cuerpos para poner a prueba los límites de lo que la sociedad consideraba una representación “razonable” de la mujer. Los ejemplos se suceden a lo largo de la historia: desde la visceral Judit decapitando a Holofernes (1620) de Artemisia Gentileschi, hasta los autorretratos de Elisabeth Vigée Le Brun, que se atrevió en 1786 a retratarse sonriendo y abrazando a su hija, o el de Laura Knight, que se pintó a sí misma creando un retrato de una modelo desnuda en 1913.
La reivindicación del monstruo
“Una mujer tiene que convertirse en un monstruo para ser artista”, afirmaba la pintora surrealista Dorothea Tanning. Una declaración que resume la encrucijada: la artista, para crear, debe encarnar una suerte de monstruosidad, rebelándose así contra el arquetipo del 'Ángel del Hogar' del que hablaba Virginia Woolf; la figura femenina domesticada y sometida a las reglas del heteropatriarcado.
Precisamente, Tanning explora lo grotesco en su obra Chambre 202, Hôtel du Pavot (1970-73), donde los muebles se convierten en unas figuras inquietantes que se parecen a cuerpos humanos, junto a los que emergen de las paredes unos torsos, en una línea similar a las criaturas biomórficas y perturbadoras de Louise Bourgeois.
Y es que el cuerpo es, en muchos sentidos, el territorio primario de la batalla, y la frontera más elemental que se puede desafiar. Como ya señaló Simone de Beauvoir en El Segundo Sexo, el patriarcado ha identificado históricamente a la mujer con la naturaleza, con lo corpóreo y lo instintivo y lo que se puede dominar. Reapropiarse de ese cuerpo, mostrarlo en su crudeza o su potencia monstruosa, se convierte en un acto de insumisión. Así lo demuestra Ana Mendieta en Glass on body (1972), aplastando su cuerpo y su cara contra un cristal, en un gesto que va más allá del mero rechazo a la feminidad canónica: Mendieta quiere enseñarnos qué se siente al intentar escapar de la representación asignada por la sociedad.
A partir de los años 60 y 70, artistas como Eva Hesse, Helen Chadwick o Rebecca Horn han propuesto un trabajo basado en el cuerpo, en la base de lo grotesco, de lo abyecto. Un ejemplo de ello es la obra de Maria Lassnig en 1964: al pintar su Autorretrato como monstruo, no solo se representaba como una criatura de color rosa, sino que capturaba la sensación de un cuerpo desbordándose, de una identidad en plena metamorfosis. Lassnig, conocida por plasmar sus sensaciones internas con una crudeza radical, utilizó lo monstruoso para escapar de los límites de la representación convencional, que más tarde heredaron artistas como Marlene Dumas.
Esa misma transgresión, sin embargo, no siempre fue comprendida. La estadounidense Hannah Wilke generó una profunda confusión entre la crítica de su tiempo. La belleza canónica de la artista en sus primeras fotografías performáticas llevó a muchos a tacharlas de narcisistas, incapaces de ver la crítica feminista que encerraban. Wilke les dio una respuesta demoledora cuando, tras ser diagnosticada de cáncer, inició su serie Intra-Venus Series (1992-1993). Allí documentó sin concesiones cómo la enfermedad transformaba su cuerpo, desafiando así el tabú de la mirada sobre lo frágil y lo vulnerable. Con este acto, Wilke no solo mostraba el cuerpo enfermo, sino que reclamaba activamente el estigma de la monstruosidad para cuestionar: ¿quién define qué cuerpos son dignos de ser mirados y cuáles deben permanecer ocultos?
El monstruo contra el colonialismo
Si el cuerpo de la mujer ha oscilado históricamente entre los polos de lo bello y lo grotesco, esta dicotomía se intensifica al abordar la experiencia de las mujeres racializadas bajo el régimen racista colonial. “La negritud, en particular, siempre ha señalado la monstruosidad en una cultura supremacista blanca” explica Benny Lemaster en Transing Dystopia. Sus cuerpos han sido a menudo exotizados o, directamente, tachados de monstruosos. Frente a esta doble opresión, algunas artistas feministas han sabido reapropiarse estratégicamente de esa monstruosidad, vinculándola con los imaginarios mitológicos de sus culturas de origen para subvertir su significado.
Un ejemplo emblemático es la pintura Housewives with Steak Knives (1985) de Sutapa Biswas. La obra representa a la diosa india Kali blandiendo un machete en una mano y una rosa —símbolo de la monarquía británica— en la otra. A sus pies, una bandera alude a la decapitación de Judit y Holofernes, mientras un collar de cabezas cortadas —entre las que destaca un mini-Hitler— representa a los colonizadores derrotados. Biswas transforma así a la diosa en un emblema de resistencia y venganza anticolonial.
En la misma línea, Kara Walker denuncia la mirada colonial y supremacista blanca a través de referentes mitológicos. En su instalación A Subtlety, or the Marvelous Sugar Baby… (2014), recreó una esfinge de enormes dimensiones con bloques de azúcar. La pieza, ubicada en una antigua refinería azucarera de Brooklyn, funcionaba como una potente metáfora sobre los cuerpos racializados explotados en las plantaciones y la dulzura amarga de un sistema construido sobre el trabajo esclavo, utilizando la figura de la esfinge como aquella que formula preguntas.

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