Al rato tengo la sensación de estar en un confesionario. Estamos él y yo, cada uno a un lado de la rejilla de madera. Le miro de refilón, aprovechando uno de los huequitos que dibuja el separador, un agujero geométrico por el que creo que puedo husmear sin que se sienta presionado. Sin embargo, él habla sin parar. Habla rápido y con un acento divertido, muy musical. Así que le miro de frente, sin esconderme. Él lo cuenta todo, del talento al pecado, siempre con una sonrisa cómplice. Presto una atención minuciosa a sus palabras. A veces, incluso, paro el tiempo y le doy vueltas a alguna idea o impresión que me obligo a anotar en un papel. Luego él sigue desembuchando lo mejor y lo peor de la vida, sin saber muy bien qué es cada cosa.

Entre medias hay una historia de amor. El tipo está enam

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