Los festivales de cine se parecen a la persona que tienen detrás dirigiéndolos. Se nota en Cannes, donde la verborrea incontenida de Thierry Frémaux marca el tono desde hace años. O en San Sebastián, donde la honestidad de José Luis Rebordinos afecta a cómo se enfrenta de forma frontal cada vez que hay una polémica. Eso se ha notado siempre por cualquier certamen que dirigiera José Luis Cienfuegos , el director de Seminci que fallecía este martes por un aneurisma. Gijón, Sevilla, y ahora Valladolid, habían quedado marcados por el ‘sello Cienfuegos’.
Un sello que muchos quisieron imitar sin éxito. Era su marca. Un estilo propio que hizo que revolucionara cualquier festival que tocaba con su varita desde hace casi tres décadas. Primero fue Gijón. Cienfuegos convirtió aquel pequeño festival de la ciudad asturiana en un sitio al que había que ir. Donde se descubrían nuevos cineastas. Donde se apostaba por nuevas miradas y que era un lugar de encuentro entre directores, prensa, espectadores y cinéfilos. Fueron 16 años que colocaron al FICX en referencia.
Su marcha a Sevilla fue un chute de energía para la ciudad andaluza, que de repente se encontró con un certamen moderno, divertido, fresco y donde, de nuevo, todos querían ir. Allí estuvo otros 11 años, sacando adelante una programación donde se dejaba la piel y donde no siempre tuvo todo a favor. La huella de Cienfuegos en Sevilla se notó más que nunca cuando en 2022 anunció su marcha. El terremoto provocado todavía se nota en aquel festival.
Ese sello se lo llevó a Seminci, uno de los festivales más importantes de España que desde hacía años vivía en el estancamiento. Costaba que fueran los cineastas, que la prensa pusiera el ojo, y Cienfuegos volvió a demostrar que festival donde ponía su saber hacer, festival que vivía una revolución. Lo hizo, además, en el peor contexto político posible, con la llegada de Vox a la cartera de Cultura, y el polémico cambio por el que Seminci pasó a depender de Turismo para evitar el choque. Aun así, logró esquivar la tormenta política.

Cienfuegos creía en el poder revolucionario del cine, y creía que un festival podía transformar la ciudad. Que no era una cuestión de ir a las salas una semana al año, sino que hubiera una simbiosis constante, que el certamen fuera parte de la identidad de la ciudad. En Seminci se encontró un público que eso siempre ha tenido el festival presente, y simplemente les dio lo que les faltaba: modernizó su imagen, incluso el mítico logo de los labios que con su llegada se convirtieron en unos modernos, de líneas finas.
La clave de su éxito era que entendía el ADN de cada festival, y mantenía su esencia. No los traicionaba, pero traía un aire nuevo. Los festivales se convertían con él en lugares amables, divertidos, donde los semanistas, esos que homenajeó en su última inauguración de Seminci; donde las señoras de la sesión Vermut del Calderón, convivían con un público joven que él lograba atraer a las salas. En sus festivales había películas, pero también había fiesta, música y diversión. La charla cinéfila se alargaba hasta por la noche. Era una fiesta democrática, sin élites. La gente de la ciudad podía acudir a los locales donde sabía que podía encontrarse con los responsables de las películas que acababan de ver.
Y él siempre presente. Con su sonrisa y su risa contagiosa. Sus ganas de hablar a pesar de las prisas. Los polos de Fred Perry, seña de vestuario tan característica de un director que, por encima de todo, era un cinéfilo empedernido. Porque no era una cuestión simplemente de hacerse el moderno. De nada valía eso si en la base de todo no había una apuesta por el cine. Un cine que ensanchaba los límites, que era político y poético. Artístico, arriesgado, pero contándolo desde la diversión, desde el disfrute, nunca desde una atalaya de superioridad moral. Solo hay que ver las últimas ediciones que programó de Seminci, donde cabía Lav Díaz y el estreno de Hamnet. Donde el cine español más radical dejó de estar condenado a las secciones paralelas para entrar a competir por los premios más importantes.
Era él quien lograba que todos quisieran acompañarle en cada aventura que emprendía. Su trato cercano, el cómo cuidaba cada título y a cada director hizo que los productores y los exhibidores quisieran ir a los festivales que el dirigía. Daba igual que fuera el Giraldillo de Oro que la Espiga de Oro, la idea era ir al festival de Cienfuegos. Igual que la prensa sabía que allí donde estuviera él la programación iba a estar cuidada con mimo.
La revolución que le metió a Seminci se notó en esta última edición. La 70. Una edición que homenajeaba al pasado mirando al futuro. Que era consciente de sus señas identitarias, pero que no se resignaba a poder ser moderna. Así era cómo él veía los festivales y ese es el legado que ha dejado en Valladolid y en todos los certámenes que le tuvieron detrás. Muchos intentarán imitar el sello de Cienfuegos, y ojalá esa alma que él instauraba se mantenga en forma de legado que honre al hombre que revolucionó el panorama de los festivales de cine en España.

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