Confieso mi perplejidad.
Observo a los corredores como un antropólogo observaría a una tribu desconocida.
Los veo pasar, a primera hora de la mañana o al final de la tarde, con sus ropajes fluorescentes y sus relojes que miden hasta el último suspiro.
Jadean, sudan, sufren. Y yo, desde la comodidad de mi sedentarismo reflexivo, no puedo evitar preguntarme: ¿por qué lo hacen?
El acto de correr, en su esencia, es un absurdo monumental. Un desplazamiento sin destino, una fatiga sin recompensa aparente. Me aburre hasta la simple idea.
Y sin embargo, ellos persisten. Deben de saber algo que nosotros, los estáticos, ignoramos.
¿Qué resorte cognitivo se activa en esa mente rítmica y jadeante? ¿Son meditadores avanzados o simplemente una especie diferente?
EL ADICTO DE LAS ZAPATILLAS
La pr

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