Admitamos por un momento la fantasiosa hipótesis de que a Europa le interesan sus valores. Imaginemos una Europa donde los principios tan generosamente inscritos en las banderas del proyecto europeo (el Estado de Derecho, la dignidad del individuo, el compromiso con la autonomía estratégica) sean algo más que una filigrana retórica para dar grandes discursos en Bruselas.
En esta Europa paralela, la historia que surge de las páginas que publicó Le Monde en relación con el juez Nicolas Guillou, magistrado francés de la Corte Penal Internacional (CPI) en La Haya, sería el escándalo político del siglo. Sería uno de esos asuntos que derriban gobiernos y reavivan una orgullosa conciencia europea.
Pero no habitamos esa Europa. En la Europa real, a nadie importó el calvario de Guillou; esto es u

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