Un rabino relató que, una vez, llegó a estudiar un alumno con desafíos neurológicos. Un chico dulce, frágil, con una historia que, desde el primer minuto, le partió el alma, tenía problema en el habla pero era muy inteligente.
Le contó que sus padres lo habían dejado en un lugar apenas nació cuando descubrieron que tendría complicaciones de por vida. Eran millonarios, acostumbrados a la comodidad y al lujo. Nunca lo visitaron, nunca lo abrazaron, nunca le dijeron “hijo”. Solo enviaban, mes a mes, un cheque generoso y se convencían que estaba en el mejor lugar.
El maestro, profundamente conmovido, decidió intentar lo que parecía imposible: tender un puente entre ese niño y sus padres. Cuando los llamó, la respuesta fue fría, seca, casi mecánica:
— Por nada del mundo. Esa decisión la toma

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