Escribo esto desde la autoridad que solo te da haber habitado el infierno. No teorizo desde la comodidad de la distancia, sino desde los dos años y medio que me pudrí en una cárcel de la dictadura y desde la herida de los nueve años que pasaron antes de que pudiera volver a abrazar a mis padres. Nueve años en los que vi cómo se les iba la vida a través de una pantalla pixelada, un tiempo que nadie nos va a devolver.

Últimamente, me aturde el coro de voces «intocadas» —aquellas que jamás han sentido el frío de un calabozo ni el terror de la tortura— exigiéndonos «sanar», «soltar» y «pasar la página». A todos ellos les digo hoy, con la crudeza de quien sobrevivió: su exigencia de perdón es una frivolidad vacía.

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