La historia es insistente: allí donde el poder se concentra sin controles ni equilibrios, la corrupción y la incompetencia terminan imponiéndose. En las autocracias, la rendición de cuentas se diluye, la transparencia se vuelve excepción y los cargos públicos dejan de adjudicarse por mérito. En esos sistemas ascienden los leales, no necesariamente los capaces; los errores se esconden en vez de corregirse; y la corrupción deja de ser un desvío para convertirse en la forma habitual de gobernar.

Existe, sin embargo, una excepción que suele invocarse: Singapur. Su modelo autoritario —fundado en disciplina institucional, meritocracia rigurosa y una política de tolerancia cero frente a la corrupción— logró construir un Estado eficiente que rompe con el patrón tradicional de los regímenes no dem

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