Hubo un tiempo en que el teléfono fijo era el corazón de la casa . Estaba en el pasillo, en la cocina o en una mesita del salón, siempre con un cable que marcaba el perímetro de lo posible. Había que hablar sin apenas moverse, la posibilidad de intimidad era prácticamente nula y siempre bajo la mirada curiosa de quien pasara por allí. Era también el tiempo de esperar la llamada, de las citas furtivas interrumpidas por un "¡cuelga ya, que necesito llamar!" ; de apuntar números en una libreta azul magnética pegada a la nevera. Era lo normal, era el fijo.
En aquellos hogares, hablar por teléfono era casi un acontecimiento. Sonaba como una alarma general y todos levantaban la vista. "¿Quién será?", se solía decir. Si el que llamaba era el novio o la amiga del colegio, la coreografía e

El Periódico Extremadura