Cada diciembre la tierra parece cubrirse con un rumor constante: pasos que se apresuran, voces que negocian, luces que parpadean como si temieran apagarse. En esa especie de vorágine, la Navidad se ha vuelto un escenario donde la prisa impone su ley que mucho tiene que ver con mercado y mercaderes. Y, sin embargo, detrás de ese telón ruidoso aguarda un silencio que no es vacío, sino umbral. Un silencio que, como diría Heráclito, nos recuerda que todo fluye -también nosotros- y que en medio del cambio constante se abre siempre la posibilidad de un recomienzo.

Ese silencio no llega con estrépito, y valga este juego de palabras; se desliza. Puede sorprendernos al mirar por la ventana una mañana fría, cuando el aire parece sostener el mundo con un solo hilo. O al quedarnos solos después de un

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