Soy un visitante cotidiano del Panteón de San Fernando, ese recinto silencioso ubicado en la vieja avenida de Tacuba, cuando esa franja aún marcaba los límites de la Ciudad de México. Ahí reposan, en la estrecha geografía de un camposanto, muchos de los hombres que moldearon el siglo XIX mexicano. Liberales y conservadores, vencedores y vencidos, perseguidos y perseguidores, creyentes y anticlericales, todos reducidos al final a una lápida, a una fecha, a un epitafio.

En ese mismo recinto, en un mismo mausoleo, descansan Benito Juárez, su esposa Margarita Maza de Juárez y varios de sus hijos. No es sólo una tumba familiar: es, simbólicamente, una síntesis de la tragedia, el sacrificio, la persecución, el poder, el exilio y la construcción del Estado mexicano. Cada visita a ese lugar es ta

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