El 1 de octubre de 2017, Cataluña vivía uno de los momentos más tensos y mediáticos de su historia reciente. En medio del desafío independentista al Estado, Batea , un pueblo de poco más de 2.000 habitantes situado en la comarca de la Terra Alta (Tarragona), se convertía en una inesperada disidencia dentro del independentismo: su alcalde advertía que, hartos de la dejadez institucional, el municipio podría separarse de Cataluña… y solicitar su anexión a Aragón.
La propuesta partía de Joaquim Paladella , entonces alcalde socialista, quien defendía que el malestar del pueblo no era identitario ni ideológico, sino puramente pragmático y de gestión : “La Generalitat nos ignora”, denunciaba. Las quejas no eran nuevas, pero el contexto político daba una fuerza simbólica inédita al pla

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