Hace casi año y medio, cuando Pedro Sánchez se retiró a meditar si dimitía o se quedaba porque su mujer –de la que está profundamente enamorado– estaba siendo investigada por presunta corrupción, escribí algo parecido a esto: no tiene que dimitir en absoluto, basta con que manifieste convicción en la inocencia de su esposa y exprese confianza en la Justicia.

Pronto se comprendió que el amago de dimisión era un teatro orientado a galvanizar a la alicaída militancia socialista, con discutible resultado, victimizarse como Timonel del progreso injustamente atacado y trasladar la idea de que hay jueces que actúan por motivaciones políticas, idea que ya estaba explícitamente reconocida en el pacto con Junts para su investidura y la amnistía: los independentistas no fueron reprimidos y condenado

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