En 2017, Tijuana era un punto de choque. Los parques y aceras cercanas a los albergues estaban llenos de inmigrantes recién llegados con mochilas gastadas y bolsas de plástico en la mano. Algunos esperaban un turno para pedir asilo; otros, un lugar en un refugio. Desde el sur llegaban caravanas centroamericanas y haitianas ; desde el norte, los deportados mexicanos. El flujo era constante, y la ciudad parecía un hervidero que no descansaba. Era el tiempo en que Donald Trump, en su primer mandato, endurecía las reglas y amenazaba con cerrar aún más la frontera, y la tensión se sentía en cada esquina.Ocho años después, con Trump de nuevo en la Casa Blanca, la escena es otra. Las calles donde se formaban largas filas están vacías. Los grandes campamentos improvisados han desaparecido. El sile

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