Cuando los espectadores vaciaron las gradas del estadio Arthur Ashe, incluido Donald Trump, el presidente abucheado, o el genial Bruce Springsteen, odiado a su vez por Trump pero al que la concurrencia brindó una larga y sonora ovación, la pista se convirtió en una fiesta.

La fiesta de Carlos Alcaraz. Había champán, abrazos, muchos abrazos, risas de felicidad, y fotografías.

Además de la familia, de su equipo, de los organizadores, de los patrocinadores o de amigos (la conexión Bizarrap), cualquiera que se precie y pasaba por el lugar quería retratarse con el fenómeno murciano de la raqueta (y colgarlo de inmediato en las redes o eso carece de valor), en ese mismo lugar donde hacía escaso rato el murciano se había coronado con su segundo US Open, su sexto título de Grand Slam.

Estar ahí

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