No es poca cosa. Salvador Illa ha acabado haciendo lo que muchos no esperaban: se sentó con Carles Puigdemont en Bruselas. Un gesto cargado de simbolismo, de riesgos y de consecuencias. No parecía plato de su gusto. Tampoco parecía estar en su agenda cuando aterrizó en la presidencia de la Generalitat. Pero el momento terminó llegando. Y ha sucedido porque, como su gran referente, Pedro Sánchez, Illa ha vuelto a saber hacer de la necesidad virtud.
No estaba obligado. Podría haber jugado a dejar pasar el tiempo, a esconderse tras la retórica del diálogo sin ponerle cuerpo ni mirada. Pero lo ha hecho. Con desgaste ante una parte del electorado que tampoco puede obviarse, con críticas pretendidamente patrióticas desde el flanco más españolista, y con recelos evidentes desde el campo independ