El miedo se instaló entre los transportadores informales, donde una organización armada convirtió las calles en territorio de extorsión y violencia.
Durante meses, manejar un carro de transporte informal en Ciudad Bolívar fue una condena. Cada semana, hombres de una estructura criminal recorrían barrios como El Ensueño, Tres Esquinas, Mochuelo y Candelaria buscando a los conductores que se ganaban la vida llevando pasajeros en rutas que el transporte público no cubre. La advertencia era siempre la misma: “Si quiere seguir trabajando, tiene que pagar”.
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El monto parecía pequeño, 50.000 pesos semanales, pero para muchos significaba entregar buena parte de lo poco que ganaban. Y no había