“María es mejor que Isabel” sólo significaría algo si estuviéramos de acuerdo en aquellas cosas a las que damos valor y aquellos atributos que debe tener alguien para ser mejor que otro
Habían pasado años desde la última vez que alguien denostó la lectura en público y había ganas, a qué negarlo. Ganas de ser ofendidos, quiero decir, porque no eres nadie si no te denigra una influencer. Constituía una mala señal que los cultivados, ilustrados, intelectuales o simplemente leídos, lleváramos tantos años sin ser insultados.
María Pombo nos lo puso fácil y las conclusiones del rifirrafe son aún más terribles. La intelligentsia entró en tromba: llevaba años deseando enseñar el carné de la biblioteca. Si me hubieran dicho que iba a ver tantos articulistas dedicarle párrafos y párrafos a una mujer cuyo nombre muchos desconocíamos hasta el día antes, no lo hubiera creído. Para enterarme de la polémica me documenté. Vi algunas de sus stories y no me pareció alguien muy distinto de Isabel Preysler, pero en otra generación. Personas que viven de vender sus vidas (antes a ¡Hola!, ahora en las redes). La diferencia es que la profesión de Preysler era “famosa”. Pombo es una “creadora de contenido”, profesión de referencia del capitalismo de la atención, en el que todo el mundo pugna por engancharnos emocionalmente, para luego cobrarnos o poner nuestro cerebro a disposición de los anunciantes.
“Leer no os hace mejores personas”, dijo en sus redes. A partir de ahí la intelligentsia salió en tromba a defender la lectura, hubo mucho lector de a pie reivindicándose, llamándola ignorante, despreciándola, indignándose… Hasta ahí todo en orden, o sea, en el desorden caótico propio de la conversación pública en la era del enfrentamiento.
Debatir sobre lo que nos hace mejores es muy de la modernidad. Cuando las gentes vivían bajo el influjo de la religión -y no leían nada porque eran analfabetos- no se preguntaban qué les hacía mejores, porque no había duda: ser temerosos de Dios. La modernidad impugnó esa premisa. Nos dijo que había muchas formas de ser éticos, sin ser religiosos. Pero la modernidad se acabó y con ella los grandes relatos y narrativas compartidas, como la del progreso personal y social a través del conocimiento. María Pombo encarna esta posmodernidad de narrativas tribales que sólo busca la identificación emocional de su público. Más o menos lo que hace Tellado cuando anima a “cavar la fosa donde reposarán los restos del Gobierno”: emplea palabras reconocibles para la chavalería nostálgica que se les está yendo a Vox, a ver si vuelven al redil.
Cuando apelamos a la cuestión de cómo ser mejores, invocamos los valores compartidos como sociedad. Pero la frase: “María es mejor que Isabel” sólo significaría algo si estuviéramos de acuerdo en aquellas cosas a las que damos valor y aquellos atributos que debe tener alguien para ser mejor que otro. La verdad terrible que desvela este caso es que esa frase no significa nada, porque no existe un conjunto de valores compartidos.
Desde la Revolución Francesa, los estados modernos hicieron un esfuerzo sostenido durante siglos para alfabetizar a la población, como ideal no sólo educativo, sino democrático. No había ninguna duda: ser capaz de leer era mejor que ser analfabeto, era la puerta del progreso personal y social. Las campañas de alfabetización en España no cejaron hasta los años 80, cuando por fin la Unesco nos puso en la lista de países libres de analfabetismo (los clasifican así, como quien dice libres de peste).
La afirmación de Pombo no me ha escandalizado porque niegue el valor de la lectura, sino porque evidencia que los valores ilustrados ya no son compartidos, quizá empiecen a resultar minoritarios en cierta población. Aun siendo del mismo gremio, Preysler nunca lo hubiera dicho.
La terrible verdad que nos revela Pombo no es sobre los libros ni sobre la lectura, sino sobre una sociedad rota, que ha dejado de articularse en torno a valores incuestionables como la preferencia de la alfabetización sobre el analfabetismo.
Preysler, la ilustrada, nos vendía la aspiración de ser como ella. Pombo, la posmoderna, nos vende autoafirmación: puesto que no hay progreso, ¿para qué leer? Mejor sigue mirando mis vídeos, parece decir. La diferencia no está en ellas, sino en lo que Michael Sandel llama “vacío público”: ese espacio en el que ya no sabemos debatir, porque hemos dejado de saber qué valoramos como sociedad.