Nació torcido, como si el mundo lo hubiese dibujado con la mano izquierda. Alto, desgarbado, con la tristeza en los hombros y una cara que no pedía ternura. Hebbel lo vio como un lémur, pero no supo que detrás de esa figura encorvada vivía un niño que soñaba con alas.
Era hijo del agua y del cuero: madre lavandera, padre zapatero. La infancia fue una habitación sin ventanas, donde la pobreza hablaba en voz baja. A los catorce años huyó. No caminó: escapó. Copenhague lo recibió con frialdad, como se recibe a los que no tienen nombre. Quiso ser actor, quiso cantar, quiso que alguien lo mirara sin reírse. Lo llamaron lunático. Lo dejaron solo.
Pero apareció Jonas Collin, como un personaje de cuento que no sabía que estaba en uno. Le dio estudios, le dio papel, le dio permiso para inventarse